Al final terminas por convencerte; en política, no importa cuántos partidos existan, básicamente los puedes dividir entre los que prometen cosas que no pueden sostener y los que cumplen cosa que nunca prometieron. Lo mismo ocurre con los votantes; da igual el pelaje de sus ideologías; unos votan para cambiar su situación y otros para que su situación no cambie. Después,
aparte, están “los revolucionistas”, que son los peores. Visionarios de un futuro plagado de esplendores que solo ellos ven, y que nuestros adolescentes respaldan sin discusión, porque el presente, ya se sabe, siempre es transitorio y agraviante, no como el futuro, que es eterno y expiatorio.
Estos predicadores de bellos porvenires, te quieren convencer de que tu vida es un vestigio. Y a veces les crees, y vas y bebes de los cálices que te ofrecen y te emborrachas de utopías y sueñas, y crees, y te instalas en la historia para hacerla. Pero en un momento taciturno, si tienes suerte, te percatas de que si hay «esa» revolución no habrá dilemas y dónde no hay dilemas los verdugos crecen como setas.
Ver el tamaño real de las cosas; ponderar; rescatar; comprender; esperar, ser honrado. Que se te de mejor cuidar de los demás que de ti mismo. Esa es la única revolución. La que puedes hacer en ti. La de «esos» revolucionarios solo te joderá la vida, más aún que los políticos.