El vaciamiento

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(cuento)

Él no supo muy bien en qué momento cosas que siempre le habían gustado mucho empezaron a dejar de gustarle. El principio de aquel vaciamiento pudo empezar con una canción que quizás fuera  “Good bye yellow brick road”. Después vinieron otras, y luego más. Luego, comenzó a pasarle lo mismo con algunas películas, y con ciertos actores también, como si de repente un crítico malvado le hubiese descubierto que no habían estado actuando sino fingiendo, y que además se repetían. Aquellos gestos de tales escenas en realidad eran los mismos de otras escenas en otras películas cuyas tramas nada tenían que ver unas con otras. Después se desbarrancaron ciertos escritores, no por sus libros, sino por algunas entrevistas o declaraciones a través de las que vislumbró veleidades y narcisismos que le resultaron insoportables. Políticos, periodistas; el vaciamiento no se detenía, lejos de hacerlo, se expandía.
Un día, se sorprendió detestando a alguien que había amado de manera incondicional. “Es lo malo que tiene lo incondicional”, pensó; “al no estar sujeto a una lealtad objetiva… es normal que se vaya depreciando hasta perder todo valor”. Lo mismo le empezó a ocurrir con ciertos lugares, ciertas esquinas doradas. Incluso bellos recuerdos se afearon cuando el paso del tiempo comenzó a retirar las ficciones que los protegían. No se salvaron ni siquiera sus propias fotos, que fue quitando del álbum una a una. Solo quedaron las de ella, como prueba de su pequeña eternidad.
Una madrugada, se despertó por la sed; fue hasta la nevera, cogió la botella de Casera y le dio un sorbo, inmediatamente se dio cuenta de que sería el último; vació la botella en el fregadero y tiró el envase al contenedor de basura. ¡Ni la casera, Joder! –Pensó.
Lejos de preocuparse cuando advirtió que no venían reemplazos para ese vaciamiento, empezó a sentir alivio; ya no necesitaba prácticamente sus emociones, tan solo le bastaban algunos pocos quehaceres para el sostenimiento de una existencia absolutamente orgánica.
Sin embargo, en un momento, ocurrió algo desolador que le ocasionó mucho desconcierto; su propia forma de pensar estaba dejando de gustarle. Sentía vergüenza de que impulsos sin sentimientos justificasen actos contrarios a lo que siempre había sentido que debía defender. “Nada más inquietante que ser un extraño para uno mismo”. Consciente y avergonzado por ese desdoblamiento comenzó a evitar toda conversación que lo forzara a dar una opinión a sus vecinos, a los que finalmente acabó por limitarse a saludar solo con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza.

“No lo hemos visto en un par de semanas. A este hombre le ha pasado algo” había insistido una vecina a la policía local. El secretario judicial permaneció en la puerta mientras entraban el sargento y un ayudante después de que el cerrajero abriera la puerta. El hombre colgaba del gancho de una lámpara. Todos se quedaron quietos. En ese instante comenzó a sonar el ring ring muy vibrante  de un teléfono móvil. El sargento se encaminó lentamente hacia el cuerpo, que colgaba como un maniquí de trapo, buscando el origen del sonido. Descubrió que provenía del bolsillo del pantalón. Mientras el móvil no dejaba de sonar, deslizó suavemente su mano y lo cogió. Titubenate le dio a la tecla de respuesta, se lo acercó al oído, y antes de que pudiera decir nada oyó:

  • ¡Jolín papá! ¡Por qué no coges el teléfono! ¡Llevo llamándote todo el fin de semana!¡A ver si va a ser verdad que te estás quedando sordo!

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