Con frecuencia, a la entrada de un supermercado, me topo con un chaval de unos 20 años que no va peor vestido que muchos otros jóvenes de su edad. Apoyado casi siempre contra la pared y fumando despreocupadamente un cigarrillo, el virtual menesteroso, exhibe a sus pies un cartel que dice. “Acepto comida sin gluten o algo de dinero. Gracias”.